Bébédjia, 23 enero de 2022
El mango
Fue la directora de mi colegio, Mrs. Mazón, la que me contagió el amor por los árboles. Uno de mis lugares favoritos en Madrid es el jardín botánico. Dentro de él hay unos bancos escondidos bajo unos tilos exuberantes. Si tuviera que elegir un sitio dentro del botánico, sería ese: tumbada en uno de esos bancos un día de primavera, mirando las hojas de esos tilos.
Aparte de los tilos, me chiflan los árboles frutales y aquí he descubierto dos que me fascinan: el mango y el anacardo.
El mango es un árbol imponente y frondoso que da una sombra extensa y densa. A los chadianos les gusta cobijarse en su penumbra, sobretodo a partir de finales de febrero, cuando empieza el calor del infierno. Y es que la temperatura debajo de estos gigantes cae unos grados y se agradece.
En el patio de nuestras habitaciones hay uno precioso, pero nunca había visto sus frutos hasta este viaje. Dentro de un mes caerán al suelo, ya maduros, pero por el momento están verdes y duros. Y aunque todavía inmaduros, cuando el hambre aprieta y algún madrugador ya se ha comido los frutos que están más a mano, los niños intentan alcanzar sus frutos golpeando sus ramas con largos palos. Si fracasan, trepan para conseguir lo que, probablemente, será lo único que coman en el día. Los niños son más ágiles que los adultos, pero también más osados, así que con demasiada frecuencia resbalan y caen desde alturas cada vez mayores.
Este año lo que más me ha llamado la atención es, precisamente, la cantidad de traumatismos cráneoencefálicos y lesiones medulares traumáticas que ingresan por caídas de este tipo (o caídas de la moto, que aquí nadie va con casco). Solo en una semana hemos atendido siete pacientes de este tipo: dos niños pequeños (uno de ellos ya fallecido), una adolescente y dos adultos con traumatismos craneoencefálicos graves así como dos casos de tetraplejia por lesión medular (en este caso una niña de 16 años y un adulto).
El manejo de estos pacientes es muy complejo en nuestro medio; la mayoría requieren un TAC urgente, ingreso inicial en una unidad de cuidados intensivos, muchas veces neurocirugía y casi siempre un tratamiento rehabilitador intensivo y multidisciplinar prolongado.
En Saint Joseph, el tratamiento se simplifica de forma dramática. Básicamente consiste en el control de las constantes, paracetamol, corticoides y antibióticos. Y rezar. Mucho.
Los médicos del primer mundo estamos tan acostumbrados a las pruebas complementarias que ya apenas sabemos manejarnos sin ellas. Nuestros ojos contactan fugazmente con los ojos del paciente. Luego vuelven a la pantalla, siempre. El teclado es una prolongación de nuestros dedos, y cuando logramos despegarlos de las teclas, los cubrimos de látex o vinilo para explorar, de forma somera, a los pacientes. Tenemos todavía el comodín de las pruebas que nos ayudarán a realizar el diagnóstico y orientar el tratamiento, que será el mejor y el más completo que podamos ofrecer al enfermo.
Venir aquí ayuda a recuperar esa parte de la medicina ya olvidada. La parte de la anamnesis la quitamos del algoritmo. Para empezar, casi nadie sabe la edad que tiene. Los niños que no se tocan la oreja contraria por encima de la cabeza tienen menos de 6. Pero los adultos son otra cosa. Muy muy difícil acertar.
Por otra parte, la noción del tiempo aquí es relativa (cuántas veces escuchamos ese “depuis….” tan poco preciso!) y siempre son necesarios los traductores que hablen Nganbae o árabe para medio enterarte de qué va la cosa. Es como si la mayoría de los pacientes fueran neonatos; no pueden contarte lo que les pasa pero la observación de su cuerpo, su forma de moverse y la expresión casi siempre te ofrecen información suficiente.
Y, aunque volver a la esencia de la medicina tiene su morbo, es frustrante no poder hacer más. Aquí la discapacidad es una carga tan, tan grande, que, en muchos casos, la familia decide llevarse a los pacientes de alta para que mueran en casa. Quizá intenten un tratamiento tradicional antes de tirar la toalla (aunque la mayoría ya ha agotado ese cartucho antes de tráelo aquí), pero generalmente ya no disponen de medios para costeárselo.
¿Cómo convencerlos de que paguen el mejor tratamiento disponible cuando sabes que el pronóstico funcional es infausto?
De los 7 casos de este tipo atendidos esta semana ha fallecido un paciente aquí y a dos de ellos se los llevaron a casa a morir. Estamos negociando con el padre de la niña tetrapléjica para que permanezca ingresada en el centro de Discapacitados de Doba pero en realidad, ¿que vida le espera? ¿Quien le cambiará la sonda, o evitará que se escare cuando sabemos que va a permanecer tendida en el suelo todo el día? Era ya la una de la tarde y la niña llevaba un día sin comer ni beber. ¿Ya ha comenzado el lento proceso de dejar morir?
Y al joven con secuelas de conducta y del lenguaje, ¿que tratamiento le podemos ofrecer? Ninguno. Absolutamente ninguno.
Otra vez, las diferencias abisales e injustas.
Seamos capaces de reconocer la suerte que hemos tenido al nacer en el primer mundo, capaces de apreciar la atención sanitaria de máxima calidad que podemos recibir en España, independientemente de nuestro nivel socioeconómico o cultural.
Hagamos eso al menos.